
Por primera vez voy a publicar algo que no ha salido de mi mano ni de mi mente, pero que, dicen, por estilo y contenido perfectamente podría haberlo hecho. Ignoro quien es el autor, porque es un texto que me ha pasado Naza, pero desde este humilde rincón de mi mundo, quiero agradecerle su punto de vista.
Aquí, el que suscribe, acepta todos los dictámenes, médicos y no médicos, en contra del tabaco. Incluso estoy dispuesto a escuchar a cualquier doctor que, entre bocanada y bocanada de humo, me aconseje dejar esto que dicen un vicio. Un servidor fuma sin descanso. No sé, unos cuarenta cigarrillos al día. El médico y los amigos, amén de mi 'santa', tienen razón al decirme que abandone el tabaco, pero es que contemplan la cuestión bajo un solo punto de vista y en realidad la cosa es mucho, mucho más compleja...
Los momentos estelares de mi vida, las grandes decisiones de mi paso por este llamado valle de lágrimas, siempre me han sorprendido con un cigarrillo suspendido en la comisura de los labios. Recuerdo que junto a mí, en los momentos dramáticos y difíciles de mi vida había siempre ceniceros repletos de colillas. Fumando pasé las largas horas de las desconsoladas vigilias junto a mis muertos más queridos. Fumando corregí esos intratables 'tochos' de galeradas que había que tener sin falta a la mañana. Fumando escuché las palabras de mis mejores amigas y amigos... Yo debería de poner en mi tarjeta de visita: 'Fulanito de Tal y Tal. Fumador empedernido', así como en mi esquela ya tengo dicho figure 'Dejó de fumar el tantos de tantos de dos mil tantos'.
Adoro ese cigarrillo de las mañanas, a estómago vacío, cuando el humo penetra dolorosamente en las entrañas y produce el deleite lancerante de una herida voluptuosa...
Adoro el cigarrillo desfallecido y horizontal que subraya el amor...
Adoro el cigarrillo del diálogo, que nos da humo para componer añadidos al margen y para marcar 'deles' en tantas pruebas farragosas e inteligibles en las lecturas hasta el alba...
Amo el cigarrillo de la meditación y de las difíciles decisiones, que nubla los ojos, esclarece la mente y aclara el espíritu...
Adoro el cigarrillo de después de la comida, que podría decir es mi sutil oración de humo para purificar la grosera servidumbre fisiológica de esa ingesta...
Cultivo, en fin, el cigarrillo de la paz y mucho más el que sirve para olvidar las ofensas.
Ofrecer un cigarrillo a alguien es, a veces, como pedir perdón, como decir que uno lo ha olvidado todo, como dar la mano con aragonesa nobleza... ¡Amigo-a, fuma conmigo!
Desconfío instintivamente de los que no fuman, y más, mucho más, de los que dicen han abandonado el tabaco. Un tío-a que no fuma es un egoísta con voluntad de hierro, incapaz de una flaqueza de amistad, de un sacrificio por el prójimo. Un fumador empedernido puede dar la vida por ti, no lo dudes, y más si es por un pitillo. Uno que no fuma lo que te dice es que lo dejes, que abandones, que no merece la pena. Un tío que fume en pipa puede darte un buen consejo, una buena información, incluso hasta una carta de recomendación. Un tío-a que fume rubio puede llegar a prestarte hasta cien euros para sacarte de ese apuro perentorio que te atormenta. Un tío-a que lía los cigarrillos a mano con esas hebras rubias y de fragante aroma, insertándole esa boquilla blanca e impoluta en ese papel de arroz, ¡ni se sabe lo que podría hacer por ti...! Un tío-a que no fuma es un enemigo en potencia de la sociedad, un insolidario que nada aporta al erario público, un enfermo de complejo de superioridad, un engreído, un soberbio, un prepotente...
Si yo no fumase sería otro hombre. Los pocos minutos que tardo en consumir un cigarrillo me han salvado de muchos pensamientos apresurados, de muchas decisiones atolondradas, de muchas palabras crueles e inútiles, de muchos ademanes impremeditados y, sobre todo, de muchas tentaciones. Creo, sinceramente, que el tabaco me ha ayudado a ser más bueno, más generoso, más comprensivo con mi prójimo.
Quien ha pedido una sola vez, angustiado, un cigarrillo a alguien que no conocía, o a su vez se lo ha dado a ese alguien que se lo requería, se ha curado de la terrible enfermedad de la tacañería material y también espiritual que tanto nos aqueja y sin requerir nada a cambio, sólo con esa infinita humildad compartida. Esto nos sirve, en una palabra, para mirar con exquisita benevolencia los pecados y defectos de los demás y ¡también los nuestros! ¡Amigo-a, fuma conmigo!
Tal vez esté yo condenado a ser una víctima más del tabaco, no lo dudo. Tal vez mi incurable afición al tabaco me haga morir de cáncer de pulmón, de garganta, de sabe quién qué otras metástasis, o quizá asfixiado por el asma. Tal vez la nicotina, el alquitrán y los otros mil componentes que le adicionan al tabaco estén ya royendo mis pulmones como un pequeño y detestable animalucho negro que engorda cada día... Pero, amigos, no pienso dejar el tabaco. Intentaré seguir fumando mis cuarenta pitillos diarios. Cuando vea llegar la muerte, yo, que me considero libre de credos y dioses, susurraré a quien tenga cerca una humilde súplica, la última: 'Uno solo, el último...'. Ese último cigarrillo mío será el del ¡adiós!, el cigarrillo de mi contrición, el cigarrillo del perdón, el cigarrillo pidiendo me perdonen si alguna vez ofendí, el cigarrillo que me encantaría compartir contigo, amigo-a.