domingo, 31 de agosto de 2008

Tormenta de verano


Llueve. Debe de ser una de esas tormentas de verano, que vienen después de todo un día de calor y bochorno. Las gotas son grandes y te hacen estremecer cuando las primeras tocan tu nuca. Están heladas. Los relámpagos desgarran la noche, y por primera vez desde que eras pequeño, te asustan. Te asustan porque sabes que no sólo rompen las nubes, sino que es tu alma la que queda hecha jirones. Entonces caes en la cuenta de que no son gotas de lluvia lo que empapa tus mejillas, sino tus propias lágrimas. Despiertas y la realidad choca contra tí como un tren que sabes que has perdido y que no volverá a pasar. Hace mucho que compraste el billete y ya has olvidado lo que te costó conseguirlo. Un billete para el tren de los sueños, y por estúpido el tren se ha ido sin tí. Vuelves a notar la lluvia en tu cara, más amarga que nunca, porque antes llorabas por lo que nunca tendrías, pero ahora lloras por lo que has probado y ya no podrás volver a saborear.

viernes, 8 de agosto de 2008

Robertadas...


La otra noche salimos los compañeros del trabajo para hacer una cena de despedida a Camilo, un colega que ha sido ascendido y se va a otra tienda. La noche iba bien, muchas risas, buen rollo y rica cena. Tras comer entramos en una cervecería irlandesa a tomar algo y comenzamos a beber, sin llegar a cocernos. Nos lo pasamos realmente bien y ya era la hora del cierre del garito. Educadamente nos echaron.
Salimos del sitio, estuvimos un rato más hablando en la calle y ya nos despedimos. Y aquí comienza lo que Naza llamaría la "robertada". Iba ya camino de casa pensando en ponerme una peli y quedarme dormido en el sofá (algo que se me antojaba realmente apetecible) y planteándome coger un taxi para ahorrarme la caminata, cuando me paro y me doy cuenta de que no llevo la mochila. He de explicar que siempre llevo mochila o bolso, pero que tengo una facilidad increíble para olvidarlo en los garitos oscuros. ¿Y qué había en la mochila? Pues nada menos que las llaves de casa y el móvil. Esto no parecería muy preocupante a no ser (como es el caso) que tu amiga y compañera de piso se encuentra a 600 kilómetros y no te sabes el teléfono de nadie a quien llamar. En ese momento casi me da algo. Gran contraste hay entre llegar a casa y dormir fresquito y de repente darte cuenta de que la noche la vas a pasar tirado en un puto parque. Y dentro de lo que cabe esto no me preocupaba, lo que me agarró los nervios al estómago fue el hecho de que mi perro sólo tiene tres meses e iban a pasar unas 15 horas, con suerte hasta que pudiese entrar en casa y ponerle agua nueva.
Pero nada podía hacer. Por matar el tiempo ma pasé por la plaza del ayuntamiento y la Plaza de la Reina, donde pese a ser miércoles, había bastante ambiente. Me tomé una cerveza en una terraza y decidí encaminarme a casa por andar, despejarme la mente y hacer un poco más de tiempo.
Encontré en el barrio un banco lo suficientemente oscuro para poder echarme una siestecita sin que me viera la gente que pasara, aunque para esa hora poca gente pasó ya. Me desperté al poco rato y me acerqué a ver la hora a la máquina del tranvía, porque por supuesto tampoco tenía reloj. Eran casi las 5 de la mañana y faltaba casi una hora para que pasará el primer tranvía. Me volví al banco a fumarme un piti y echarme otro rato, y a la hora fui a coger el tranvía y me fui a la playa. Llegué todavía de noche, estuve fumando y viendo las luces en el horizonte de los barcos que todavía no habían vuelto de faenar, y a los barrenderos con su camión limpiando la playa. Vi como el amanecer teñía de morado, rosa y finalmente naranja el mar. Increíble. La arena estaba helada, pero finalmente apareció un disco rojo al fondo y empecé a entrar en calor. La gente baja increíblemente temprano a la playa, a correr, a pasear al perro e incluso a darse un baño. Supongo que serían las ocho de la mañana cuando la arena empezó a tener una temperatura agradable, me quité la camiseta y me acosté boca abajo a dormir. Eran las diez y media cuando me desperté, en la playa ya había bastante gente para la hora que era, sobretodo madres con niños. Me fumé otro cigarro y me acerqué a la parada del tranvía para acercarme al centro.
Por supuesto que el bar seguía cerrado, y la angustia volvió a agarrarse a mi estómago. Llevaba más de doce horas sin poder ir a casa, y aunque Bonzo está solo tanto tiempo habitualmente debido a nuestro trabajo, no sabía cuantas horas faltarían hasta que abriera el garito.
Y ya voy abreviando. Estuve en la cafetería en que trabajo hasta las tres de la tarde, que por fin abrió la cervecería y pude coger la mochila. Al llegar a casa el perro estaba, por supuesto, perfectamente, mi estómago bajó hasta su sitio de nuevo y tras un largo paseo con Bonzo pude acostarme en una cómoda, limpia y fresca cama.