
Llueve. Debe de ser una de esas tormentas de verano, que vienen después de todo un día de calor y bochorno. Las gotas son grandes y te hacen estremecer cuando las primeras tocan tu nuca. Están heladas. Los relámpagos desgarran la noche, y por primera vez desde que eras pequeño, te asustan. Te asustan porque sabes que no sólo rompen las nubes, sino que es tu alma la que queda hecha jirones. Entonces caes en la cuenta de que no son gotas de lluvia lo que empapa tus mejillas, sino tus propias lágrimas. Despiertas y la realidad choca contra tí como un tren que sabes que has perdido y que no volverá a pasar. Hace mucho que compraste el billete y ya has olvidado lo que te costó conseguirlo. Un billete para el tren de los sueños, y por estúpido el tren se ha ido sin tí. Vuelves a notar la lluvia en tu cara, más amarga que nunca, porque antes llorabas por lo que nunca tendrías, pero ahora lloras por lo que has probado y ya no podrás volver a saborear.
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