
Un año más se ha ido. Una vez más el muy cobarde se ha escapado con su habitual premeditación y alevosía, avisando con meses de antelación de su marcha. Se ha ido con sus hermanos mayores, esos últimos años que en mi vida se han ido cosiendo unos con otros sin dejar apenas poso. Y desde luego un poso que no apetece volver a saborear. Un año que empezó torcido y acabó rompiéndose (y con él mi alma) en mil pedazos. Un año que casi sin darse cuenta se fue arreglando a si mismo y que termina con una sensación ya olvidada: ilusión. Una ilusión perdida y robada a partes iguales, una ilusión que fue enterrada casi sin juicio previo.
No caeré en el error de preparar planes para el nuevo año, planes que ni cumpliremos en su gran mayoría ni nunca hemos considerado cumplir realmente. No. Este año empieza con una sensación nueva que acompaña a la olvidada ilusión: supervivencia. Este fue el año en que si algo aprendí fue a sobrevivir en un mundo de tristeza y paranoia que invadía mi mente. Del cual pude salir. La oscuridad se dispersó al fin, el cometa que había deslumbrado mi retina pasó para seguramente no volver y mis ojos volvieron a fijarse en las estrellas, esas estrellas que no era capaz de ver mientras estuve deslumbrado.
He recuperado algunos de mis viejos hábitos, con otra perspectiva, y he adquirido algunos nuevos, que supongo que forjarán el camino que espera a mis doloridos pies. Vuelvo a vivir de noche, cuando el fresco ayuda a l pensamiento y a la conversación. Conversaciones que desembocan en oscuros (y loados) tugurios que ennoblecen el alma y amueblan la mente. Quiero volver a vivir el momento, ese pequeño detalle que hace meses se me hubiese escapado y que hoy es capaz de arrancarme de nuevo la sonrisa. En mi vida ha salido de nuevo el sol, aunque conociéndome el parte metereológico me predice posibilidad de chubasco. O aprovechando la cenas de estos días debería decir posibilidad de churrasco.
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